martes, 26 de febrero de 2013


EN EL CINE REX

Corro por Independencia hacia el cine Rex. Una llovizna salvaje moja entero mi cuerpo. Subo mi jumper más arriba de la rodilla, le pido al portero que me deje pasar, dice bueno sin mirarme a los ojos, compro mi boleto, las mujeres bostezan sin reparar  en mí, está todo lleno, subo las escalas, no me gusta la platea, busco tus ojos ¿dónde estás?, las butacas casi todas ocupadas, la gente murmura silenciosa, me observan de pies a cabeza, intuyo que es por mi jumper sobre la rodilla ¿o porque aún llevo este uniforme escolar?… ya son las tres. Busco tus ojos. ¡Ahí estás! Atorado entre las alas de tu sombrero, ¡ahí estás! Saco un cigarrillo, más ojos observándome, da igual. Tú sacas el tuyo y veo sobre tu cabeza los pensamientos de libertad asomados entre el horizonte de un paisaje sin igual. Veo tus pantalones vaqueros y un revólver en el cinto. Atrapado, atrapado ¿no me ves? Así y todo enamorada de ti. Que fumas y hablas a otra chica que no se parece a mí. Ya sé de memoria lo que dices y lo que vas a decir. Atrapado en un film de la pantalla del cine Rex, estoy enamorada de ti.

(Ivonne Díaz)




EL TORO BLANCO
(Estracto del cuento "El Toro Blanco"
del libro de cuentos urbanos "En estos días de invierno")


El tipo me dio el aviso un día cualquiera que ya había programado una pelea con un peruano en Arica. Fuimos, el gimnasio repleto, la gente aparecía en aliento de furia, un eco insoportable en el oído. Aclamaban no sé qué.  En el camarín recibí un par de consejos, algunas tácticas y ya, directo al ring. - ¡Vamos muchacho! – oí de lejos, no sé a quién.

     Los guantes bien puestos, nada de golpes bajos, dictaminó el árbitro. Mi contrincante; delgado, moreno, nariz gruesa, pómulos caídos, brincaba como loco sobre la lona, escurridizo, dio un golpe, se cubrió, dio otro y quedó sin respuesta. La multitud de pie gritaba, echaban fuego por la boca, un rugido de selva descontrolada. – Mijito rico, hay no le vayan a rasguñar ¡puta hue’òn parecì mijita rica!, ¡pega culiao, pega! – me gritaban. Entonces se acercó el árbitro y nos dijo que si no terminábamos sangrando, la multitud entera nos sacarían de ahí a patadas. - ¡Piensa en la plata poh Toro oh! – gritó alguien desde el gentío. Sin oír más, le di con todas mis fuerzas al peruano. Quedó estirado, chorreado de sangre, subieron a auxiliarlo, lanzándolo sobre una camilla. Tardó dos días para recuperar sus cinco sentidos.
Se abalanzaron sobre mí y comenzaron a gritar - ¡El Toro Blanco campeón mundial! –

Un diario local escribió: “Púgil chileno, nueva promesa del boxeo, se hace acreedor del cinturón para el campeón del mundo. Increíble, su zurda una esperanza para recobrar el valor del decaído deporte boxeril en Chile.”

Estuve dando pequeñas entrevistas a las radios y para algunas revistas deportivas. Un poco de fama no le hace mal a nadie. Extendieron un cheque con muchos ceros y me llevaron a una fiesta de gente rica. Todos drogados. Salí de allí sin decir, conduje mi nuevo automóvil hacia el Callejón de los Muertos, nublado con tanto trago ni supe cómo llegué a casa.

Programaron otro encuentro cerca de Arica, había más gente, muchos pidiendo autógrafos, lesionaban mis sienes, ¡vamos Torito!, decían.
El rival, otro enclenque, parecía fideo, en un dos por tres lo dejé nocaut, ni siquiera sudé. “¡Olé, olé, olé, olé, Toro, Toro!” Ya era ídolo.

Tuve fugaces romances con mujeres del medio, parecían finas y delicadas, en cambio, ¡eran todas unas putas! Canales de televisión se peleaban por tener información a cerca de mis líos amorosos y engrandecerlos en sus programas faranduleros. De pronto me vi de terno y corbata hablando huevás en los noticieros, involucrado al golpear a un periodista que se burlaba por mi falta de vocabulario. Sin embargo eso hizo crecer aún más mi fama: un chico venido de los suburbios dándole a la patria tanta alegría, subrayaron los diarios.

Recorrí varios países llegando a Las Vegas con la intención de disputar el CINTURÓN DEL MUNDO con un fornido norteamericano.
Aquel no era un gimnasio sino una sala de espectáculos: todo brillaba, los tipos de smoking, las mujeres enjoyadas, las peleas eran transmitidas a través de pantallas gigantes. Quedé paralizado, giré la cabeza en un profundo miedo. Nadie sabía mi nombre, jamás me habían visto. Un latino queriendo ser el mejor, reían.
“Vamos muchacho, golpea no más”, dijo mi benefactor, casi no lo escucho, desorientado, pensaba en volver a casa. Golpee a ese infeliz con todo mi enojo, el tipo me devolvió un par de derechazos, tambalee, sudé frío, un rocío fulguroso en la espalda. Voces venían en otro idioma, ¡no entendía nada! se deformaban sus caras y sílabas tras el ring como una película en blanco y negro, esas de los años cuarenta. Necesitaba mi público, una conexión conmigo mismo, no la hallé. Los insultos me llegaban en inglés. AL cuarto raund comencé a golpear a ese tremendo negro hasta que le salió espuma por la boca, lo liquidé sin haberlo propuesto. Quedó tirado con los ojos blancos. La muchedumbre enloquecida se abalanzó sobre él, en andas lo sacaron hacia la salida. Nadie aplaudió mi triunfo, los flash de las cámaras eran para el que se iba. Alguien cogió el cinturón y lo amarró a mi cintura. Mi entrenador me tomó el brazo y lo alzó, bien muchacho, eres el campeón, salgamos de aquí antes que nos fulminen.
Llegué a Chile igual a los grandes. La gente bajó de sus edificios para saludarme, llenaron calles con flores, automóviles pintados con mi nombre. Tomaron fotos conmigo, acompañado del Presidente en La Moneda.

Con el tiempo se habló de mi falta de talento en el ring, que ya no era el mismo, entonces convinieron una pelea con un mexicano el cual venía a quitarme el famoso cinturón mundial.
Día del encuentro, Estadio Nacional repleto, las radioemisoras unidas en una voluntaria cadena informativa, los canales y sus noticieros expectantes, los fans atestados afuera del hotel, algunos durmieron en sacos o tirados en la vereda antes del encuentro. Como si aquello fuese un concierto de rock...


El mexicano atacó con todo, me dio duro en las costillas y en la mandíbula derecha, el protector voló por los aires. ¡A sus rincones!, algunas instrucciones y otra vez a recibir puñetes. Todos gritaban era un caos de voces, de sudor, de salivas, escapando en ese ambiente asfixiante, desencajándome.
Tercer raund, estaba idiotizado, cansado, no quería peliar, sabía que al dar un izquierdazo mataría a ese mequetrefe, no lo hice, lo dejé golpear no ma…
Cuarto y quinto raund ya no daba más, el mexicano se sentía victorioso, sonreía de vez en cuando haciendo relucir esa blanca dentadura. Enfurecí y le di con todo en la mandíbula volándole los dientes, el tipo enloquecido golpeó mi estómago, el rostro, me tuvo entre las cuerdas con tal fuerza que caí al suelo. El estadio entero de pie, un ooohhhh! Se escuchó.

(Ivonne Díaz Cornejo)







EL CHIMPILO



En cambio yo no emigré a ninguna parte, me quedé en el fundo, trabajé en “las llaverías”, en los establos, arreglando las panas de los tractores, enrolado en la cosecha. Ahí conocí a muchas mujeres de distintas edades y de varios lugares. Algunas se fijaron en mí por la postura de niño frágil, doblándose entero en su bicicleta roja, mi cabello rubio que revolvía el viento, mis torpes palabras, mis confusas ideas y mis innatas formas de amarlas.
     Aún así, no podía olvidar a la Menchita; su encanto de niña buena hizo que nunca pudiera imaginarla con otro, mi empeño consistía decirle que yo la amaba, un amor que partía en dos mi pecho, sin dejar que pegara los ojos por las noches.

Esa noche al llegar a casa, luego del incidente con el Cholo y el Jano, idee una forma certera para hablarle de lo que sentía por ella.
     En la tarde del domingo se jugaba la final, un tremendo campeonato de clubes, el nuestro era el favorito. Se me ocurrió que ese podría ser el escenario perfecto para mi declaración de amor. Total, si me rechazaba, lloraría en conjunto con la derrota, y si ganaban, sería la emoción de la alegría.
     Mientras el Chano hacía el primer gol del encuentro, la divisé entre las señoras sentadas en un gran tronco de árbol caído. Me acerqué al grupo con disimulo, hasta llegar al lado de la Menchita. Entonces le dije al oído profundo y despacio, sin alterar ni modificar su ánimo.


-          Necesito conversar con usted
-          …¿Ahora?
-          …Si quiere…
-          ¿Aquí mismo?
-          No, mejor allá – apunté a los sauces que se batían majestuosos, semejantes a esos que salen en los cuadros de la oficina del patrón.
Nos fuimos andando lento, sin mirarnos, los que hacían de testigos a la distancia ni podían imaginar mis sentimientos.

-          Quería decirle Menchita que usted me gusta mucho; no duermo, no como bien, me tropiezo, y es que me lo llevo puro pensando…en usted – dije esto último despacio.
     Ella rió a carcajadas, debí parecerle muy cómico. Quedé largo rato callado, estaba siendo imbécil. Además que me perdía las mejores jugadas del equipo. De todos modos, alcancé a robarle un beso. Cuando todos coreaban el triunfo y volvían a correr las javas con cervezas y vino tinto, los corridos mexicanos y la algarabía de los niños saltando de aquí para allá, yo besé sus labios rosas. Así fue como ella correspondió mis otros besos. Esa misma tarde lo comunicamos a la familia. ¡Quería decírselo a todo el mundo!; La Menchita y yo nos amábamos.
     Mi vida cambió totalmente a nada temía, mis conjeturas de adolescente confundido, estaban todas resultas. Pensé.

Un lunes a la hora del almuerzo, vino el Mañungo a avisarme:

-          Estai en las listas ¿sabiai?
-          ¿En qué listas?
-          Pa´ser el Servicio
-          ¿El Servicio Militar?
-          Sí poh
-          ¡¿Tan luego?!
-          Sí poh
-          ¿Hay que ir pa’ lla?
-          Sí poh
-          ¿Vo también saliste?
-          Sí poh
-          ¡Deja de decir la misma hue’a!
-          Es que estoy nervioso
-          Vamos juntos a presentarnos, en una de esas ni nos dejan
-          Sí poh

     En el trayecto de regreso desde la ciudad, nuestros silencios con el Mañungo, se podían palpar. El Mañungo transpiraba, colorado, además que el sol nos daba justo en la cara y la maldita micro se detenía en cada esquina sin alterar la velocidad, manteniendo un fastidioso quejar, parecido al de una ballena perdida.

-          Menos mal que no te dejaron – le dije al Mañungo sin preámbulo
-          …A ti si
-         
-          ¿Queriai quedar?
-          No
-          Pide que te lo saquen
-          No
-          ¿Por qué?
-          ¡No soy ni un cobarde!
-          ¡Yo tampoco poh!
-          Ya sé oh
-          Fue porque tengo pie plano y no sé que ma…
-          Mejor, de la que te salvaste
-          Yo tenía ganas de quedar
-          Tení que cuidar a tu vieja y tus hermanos chicos
-          Mmm…
     Nos quedamos callados, él pensando en volver al trabajo, yo en lo triste que se pondría la Menchita con mi partida. 
     Al bajar de la micro, lo primero que hice fue caminar hacia la casa del Taguano. Estuve parado en el umbral de la puerta, vacilante, no quería demostrar mi angustia, pero el Taguano al verme lo supo de inmediato, pasó su fuerte brazo por mi hombro.

-          Ya cabro, no te preocupí, el tiempo pasa volando
-          Pero me voy a Punta Arenas
-          Pero vai a volver ¿o no?
-          ¡Son dos años!
-          No creo, vai a volver antes, ya vai a ver. Tení que portarte bien no ma paque te suelten luego
-          Tengo que pedirte un favor
-          Dime no má
-          Cuídame a la Menchita, no dejí que nadie se le acerque, que me espere ¡recuérdaselo todos los días!
-          Quédate tranquilo Chimpilo, ella no te va a olvidar
     Esa noche nos tomamos tres botellas, desperté con la garganta seca y el estómago perforado, la cabeza llena de ruidos y el alma acongojada. El Taguano sobre el sillón dormía con los brazos topándole el suelo, el Mocho echado cerca de su amo, ni se quejó cuando le pisé la cola al salir.

Al llegar a casa, guardé algunas pertenencias en un viejo bolso que fue de mi padre. Más tarde, vecinos y amigos me fueron a despedir, el Taguano se ofreció para el traslado del campo a la ciudad. Aferrado al pecho como valioso tesoro, llevé la carta de la Menchita, estuvo lagrimeando abrazada a mi cuello, nos besamos mucho rato, no quería soltarla, fue cuando me entregó la carta, en ella resumía sin escrúpulos lo importante que era yo en su vida. Una historia que nunca di por terminada.


(Estracto del cuento rural El Chimpilo)