(Crokis de mi nueva novela aún sin título)
Me
detuve y vi la pérdida irremediable de todo aquello, vendaval de un fin
miserable y confuso. La chorrera de casas en el suelo, mis ansias de escapar y
los bolsillos con dinero ¡por primera vez con dinero! El país colapsado, casi
sin comunicaciones, y yo, detenido ahí con una visa dando vueltas entre los
dedos.
Febrero
veintisiete del año dos mil diez, terremoto grado ocho punto siete arrasó con
la mitad de Chile culminando con un tsunami sumergiendo no sólo los pueblos
adheridos a las costas sino también los ojos de todo el mundo quienes horrorizados
pudieron comprobar qué pequeño somos los seres humanos frente a la naturaleza.
Mientras
se tambaleaba mi casa, apegado a la
muralla, creí que ése sería el último día, el último respiro y los últimos minutos
de aire, sin embargo tuvimos otra oportunidad. Desde entonces hasta hoy, se ha
tornado difícil seguir, como si tuviera que pagar la deuda con el destino por
sobrevivir.
Había
pasado la navidad junto a mis padres en el campo, un fundo apartado de la ciudad,
sin ruido con mucha vegetación y aire cordillerano. Conservan una casita
pequeña rodeada de malvas, azucenas, calas y un sinfín de plantas que no
conozco. Atentos a mi estado emocional agitado y poco cordial debido a mi
repentina separación y ese titubeo de hombre solitario que se me trasluce desde
el primer contacto con las personas, intentaron hacerme grata la estadía
reuniendo a mis hermanos con sus esposas e hijos. Debo decir, fue peor. Salí de
allí inmediatamente pasada las doce de la noche mientras los niños abrían sus
obsequios y los mayores bebían las últimas copas. Con la angustia de no saber
hacia dónde ir, aferré las manos al volante y fui contando calles oscuras y
casas con muchas luces, viejos pascueros conduciendo ebrios por la autopista y
varias colillas lanzadas desde la ventana de mi automóvil en marcha.
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