Volví
al volante y a las calles de curvas y subidas y bajadas por los cerros costeros
y la brisa y el sol y la fatiga y los brillos potentes de las ventanillas de
los otros autos y mi pesadilla de ser quien soy sin poder resolver sin poder
detener lo que debería detener. – Dónde vives, te llevo a casa – repuse sin
querer decirlo porque no tenía deseos de devolverla, ya había dicho, era mi
trofeo – Vivo cerca de la curva en dónde nos conocimos, puedes dejarme ahí
mismo si quieres – la miré preocupado ¿estaba mintiendo? – no, mejor te dejo en
las puertas de tu casa – y qué tal si ella era casada con hijos con un marido
gruñón con casa, perro, piscina y plantas así como las dueñas de casa que se
ponen contentas cuando van al supermercado. Y qué tal si estaba enamorada de un
tipo que la golpeaba y no la dejaba salir de casa o de un hombre casado y
adinerado…
Bajó del vehículo en un brinco que ni supe
cuando se despedía agitando la mano tras mi ventanilla. Entonces giré en
reversa y me fui escuchando la radio por la autopista que informaba cuarenta y
dos grados a la sombra con razón la brisa que entraba no era suficiente para
calmar el calor.
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