sábado, 15 de febrero de 2014

LA PLAYA
 
 
Ese domingo el ambiente tenía algo enrarecido, supuse, la agitación de mi abuela y el silencio que experimenté de mi abuelo mirando el televisor, alertó mis sentidos.
-          Oye negro, por ahí anduvo el Castellano, quiere decirte algo – desde el sillón habló mi abuelo fumando tabaco, antes que yo pudiese echar un vistazo a la mesa en la que yacía una taza de leche humeante.
-          No tengo na´que hablar con ese yo …
-          Escuche lo que tiene qué decirle, después ve que hace, más que mal, el Castellano es su padre.
     El Castellano, un hombre que había visto de vez en cuando, a veces en el pueblo, se metía las manos al bolsillo extendiendo un billete, nunca quise hablarle, el tipo insistía, llegué a odiarlo.
     Se asomaba a la puerta de calle, mirándome a través de  las tablas, mi abuela siempre tuvo lista la escoba para darle en la espalda si osaba entrar al living. Le llamaban el Castellano por su fluidez y parsimonia al hablar, usando la “s” en casi todas las palabras. El cabello parecido al mío, un tanto arremolinado, moreno, ojos negros y sólo una raya vertical de labios, que al reír dibujaba dos hoyuelos profundos, además le cruzaba desde el ojo izquierdo al pómulo, una cicatriz. Su nombre llegó a ser vetado por muchos años, sin embargo él nunca dejó que lo olvidáramos, lo vi apegado, como dije, a las tablas de la puerta de calle,  afirmado a las graderías en un partido de fútbol, parado afuera del colegio cuando salía de clases. Tampoco se acercó  así de resuelto a abrazarme, sólo atinaba a extender un billete o echar unas monedas a uno de los compartimentos de mi mochila. Su olor a cigarrillos lo detesté hasta las nauseas.
 
 
-          Por ahí habló con su agüela , ya sabe cómo es ella, no quería hacerlo pasar… - siguió diciendo mi abuelo
-          Yo tampoco tengo na’ que hablar con él – dije esto último echándome un buen trago de leche al guergüero y perderme en la pantalla del televisor.
     Tal como es de suponer el Castellano insistió, parado en la puerta de calle, podía olerlo, ese perfume debió ser la causa de que mi madre se fuera con él y volviera preñada. “Con esa barriga de tantos meses ¿qué iba hacer?”, sollozaba mi abuela cada vez que contaba la desgracia de su hija, quien se jodió la vida con tan sólo dieciocho años al elegir un mal hombre. Después de haber sabido del embarazo, la abandonó en casa de mis abuelos y no regresó nunca más a buscarla. Mi abuela contaba esto con rabia en los ojos, dejando clarito que no debía olvidarlo, no he podido olvidarlo por eso odiaba tanto al Castellano.
     De todos modos obedecí a mi abuelo y salí a la puerta de calle para escucharlo y saber de una vez por todas qué necesitaba hablar conmigo, suponiendo inventaba leseras con tal de verme.
     Esa tarde el Castellano lucía diferente, hablaba más pausado fumando una colilla de cigarro, una camisa perfectamente planchada, bestón que parecía recién sacado del ropero, pantalones oscuros y zapatos lustrados.
 
-          ¿Qué dice mijo?
-         
-          Mire, yo pasaba por aquí porque le traigo una invitación
     Hizo una raya en la tierra con sus lustrados zapatos, aspiró otro tanto de lo que quedaba del cigarrillo.
-          Mire mijo – tosió, sacó un pañuelo y respiró – he estado un poco malito, el doctor me hizo unos exámenes, salieron todos malos …
-          ¿Y qué tengo que ver yo con eso? – dije a secas. El Castellano me miró desconcertado, un brillo de inseguridad continuó flotando en sus ojos.
-          Dice el doctor que me queda poca vida.
     Quedamos en silencio. Tenía ganas de volver a entrar a la casa, pegarme al televisor y pellizcar la tortilla de rescoldo asomada al mantel, derretir la mantequilla o untarla con ese “chancho en piedra” que había hecho mi abuelo el día anterior. Olvidar esto, olvidar si sucedió o no. Detestaba mirarlo a los ojos, detestaba parecerme a él…
-          ¿Y qué quiere que haga yo? – agregué mirando para otro lado
-          Acompañarme, eso quiero
     Qué ganas de decirle que no interrumpiera más mi vida, para poder seguir con lo mío; jugar en la cancha, meter goles en el arco contrario, correr por el campo, bañarme en barro en las acequias de los Mena, andar en bicicleta, arrear los terneros, sin pensar en esto, sin tener que pensar en la muerte, ni en los estúpidos sentimientos que unen a las personas, las personas que se creen con derecho venir a reclamar una mano de vuelta, esa mano que yo nunca necesité. Tuve el impulso de echarlo a patadas o dejarlo parado ahí hablando solo. En eso, mi abuelo gritó desde la puerta:
-          ¡Manuel, dile al Castellano que puede entrar!
     Era la primera vez que se le nombraba a viva voz. Entramos a la casa. El Castellano encogió de hombros, sentándose en un sillón de mimbre que mi abuelo le indicó con cierta amabilidad que no entendí. Mi abuela callada, con el ceño fruncido, al igual que yo, hacíamos de espectadores.
-          Bien muchacho, entonces es verdad eso que dicen – agregó mi abuelo rascándose la cabeza.
-          Así es, puede que me queden dos meses, o quizás sólo unas cuantas semanas. La enfermedad avanza rápido – suspiró.
-          ¿Y qué quiere entonces? – volvió a decir mi abuelo mientras le extendía un tazón de té.
-          Tengo una platita ahorrada esa vez cuando trabajé en El Molino, por eso quiero llevar a Manuel a conocer el mar.
     Abrí tamaños ojos, el corazón pareció salirse de mi boca. Un maldito demonio brincó de regocijo en el pecho dando brutales zancadas.
-          ¿Qué dice Manuel, le gustaría conocer el mar?
     Igual que la mayoría de la gente de estas tierras, no conocía el mar. Mi abuelo, un referente de lo que digo, siempre preocupado de la siembra, la cosecha, no le gusta viajar, a lo sumo va al pueblo un tanto complicado, eso de tomar micro y transportarse en taxi le altera el humor. Pero yo siempre quise conocer el mar, recuerdo que le pedí a mi madre que fuéramos, ella arregló un viaje al litoral, nunca se concretó, mi abuela furiosa le pidió que no volviera a ilusionarme con una fantasía  como ésa; la de llevarme a conocer el mar. Entonces este hombre, ¿qué pretendía?, ¿Qué lo abrazara del gusto? ¿O le agradeciera de rodillas?
 
-          Es un favor que le pido, ya sé que no he sido un buen padre como también yo hubiese querido ¿no?, usted me entiende ¿verdad? – le hablaba a mi abuelo quien hasta ese minuto le contemplaba impávido sin aspirar su tabaco.
-          Sé que no se puede remediar el error, al menos este es mi último deseo – y fijó los ojos en mi abuela, quien tenía el rostro comprimido, de seguro se estaba mordiendo la lengua, de todos modos igual soltó:
-          Yo crié solita este chiquillo, ahora no sirven na’ los arrepentimientos pamorir en paz, necesitai ma que eso de llevarlo a conocer el mar, vo sabí como jue la cosa, vo sabí que te tengo aquí – puso el dedo en su ojo con la boca taimada amenazando con lanzar insultos o darle con la escoba, pasó la mano por el chal con que se arrebozaba a punto de llorar pero no lloró  - el Manuel sabe si quiere ir con vo o no, lo único que te pido es que lo cuidí no ma.
-          Sí señora, ya sé que he cometido muchas faltas, no se preocupe, le prometo que cuidaré de Manuel.
-          Además – habló mi abuelo – este chiquillo es de campo…le gusta la tierra, está hecho pa trabajar la tierra – mi abuelo se ponía rojo, sudaba, llenando de saliva la boca, atropellándose con las palabras.
     El castellano sentado en el sillón parecía una laucha mojada, la piel un tanto amarilla, los ojos hundidos, señal de que el alma de a poco se le iba. Con esos signos de hombre débil, qué ganas tendría de hacer daño a otro, pensé.
-          ¿Y pa´ cuando iríamos?
El Castellano titubeó, una luz se encendió en sus ojos.
-          Si quiere mijo, el próximo martes…
-          ¿Y a qué playa vamos?
-          A Pichilemu
 
(del libro "El Chimpilo" Ivonne Díaz)

No hay comentarios:

Publicar un comentario