LA PLAYA
Ese
domingo el ambiente tenía algo enrarecido, supuse, la agitación de mi abuela y
el silencio que experimenté de mi abuelo mirando el televisor, alertó mis
sentidos.
-
Oye negro, por ahí anduvo el Castellano, quiere
decirte algo – desde el sillón habló mi abuelo fumando tabaco, antes que yo
pudiese echar un vistazo a la mesa en la que yacía una taza de leche humeante.
-
No tengo na´que hablar con ese yo …
-
Escuche lo que tiene qué decirle, después ve que
hace, más que mal, el Castellano es su padre.
El Castellano, un hombre que había visto
de vez en cuando, a veces en el pueblo, se metía las manos al bolsillo
extendiendo un billete, nunca quise hablarle, el tipo insistía, llegué a
odiarlo.
Se asomaba a la puerta de calle, mirándome
a través de las tablas, mi abuela
siempre tuvo lista la escoba para darle en la espalda si osaba entrar al
living. Le llamaban el Castellano por su fluidez y parsimonia al hablar, usando
la “s” en casi todas las palabras. El cabello parecido al mío, un tanto
arremolinado, moreno, ojos negros y sólo una raya vertical de labios, que al
reír dibujaba dos hoyuelos profundos, además le cruzaba desde el ojo izquierdo
al pómulo, una cicatriz. Su nombre llegó a ser vetado por muchos años, sin
embargo él nunca dejó que lo olvidáramos, lo vi apegado, como dije, a las
tablas de la puerta de calle, afirmado a
las graderías en un partido de fútbol, parado afuera del colegio cuando salía
de clases. Tampoco se acercó así de
resuelto a abrazarme, sólo atinaba a extender un billete o echar unas monedas a
uno de los compartimentos de mi mochila. Su olor a cigarrillos lo detesté
hasta las nauseas.
-
Por ahí habló con su agüela , ya sabe cómo es ella,
no quería hacerlo pasar… - siguió diciendo mi abuelo
-
Yo tampoco tengo na’ que hablar con él – dije esto
último echándome un buen trago de leche al guergüero y perderme en la pantalla
del televisor.
Tal como es de suponer el Castellano
insistió, parado en la puerta de calle, podía olerlo, ese perfume debió ser la
causa de que mi madre se fuera con él y volviera preñada. “Con esa barriga de
tantos meses ¿qué iba hacer?”, sollozaba mi abuela cada vez que contaba la
desgracia de su hija, quien se jodió la vida con tan sólo dieciocho años al
elegir un mal hombre. Después de haber sabido del embarazo, la abandonó en casa
de mis abuelos y no regresó nunca más a buscarla. Mi abuela contaba esto con
rabia en los ojos, dejando clarito que no debía olvidarlo, no he podido
olvidarlo por eso odiaba tanto al Castellano.
De todos modos obedecí a mi abuelo y salí
a la puerta de calle para escucharlo y saber de una vez por todas qué
necesitaba hablar conmigo, suponiendo inventaba leseras con tal de verme.
Esa tarde el Castellano lucía diferente,
hablaba más pausado fumando una colilla de cigarro, una camisa
perfectamente planchada, bestón que parecía recién sacado del ropero,
pantalones oscuros y zapatos lustrados.
-
¿Qué dice mijo?
-
…
-
Mire, yo pasaba por aquí porque le traigo una
invitación
Hizo una raya en la tierra con sus
lustrados zapatos, aspiró otro tanto de lo que quedaba del cigarrillo.
-
Mire mijo – tosió, sacó un pañuelo y respiró – he
estado un poco malito, el doctor me hizo unos exámenes, salieron todos malos …
-
¿Y qué tengo que ver yo con eso? – dije a secas. El
Castellano me miró desconcertado, un brillo de inseguridad continuó flotando en
sus ojos.
-
Dice el doctor que me queda poca vida.
Quedamos en silencio. Tenía ganas de
volver a entrar a la casa, pegarme al televisor y pellizcar la tortilla de
rescoldo asomada al mantel, derretir la mantequilla o untarla con ese “chancho
en piedra” que había hecho mi abuelo el día anterior. Olvidar esto, olvidar si
sucedió o no. Detestaba mirarlo a los ojos, detestaba parecerme a él…
-
¿Y qué quiere que haga yo? – agregué mirando para
otro lado
-
Acompañarme, eso quiero
Qué ganas de decirle que no interrumpiera
más mi vida, para poder seguir con lo mío; jugar en la cancha, meter goles en
el arco contrario, correr por el campo, bañarme en barro en las acequias de los
Mena, andar en bicicleta, arrear los terneros, sin pensar en esto, sin tener
que pensar en la muerte, ni en los estúpidos sentimientos que unen a las
personas, las personas que se creen con derecho venir a reclamar una mano de
vuelta, esa mano que yo nunca necesité. Tuve el impulso de echarlo a patadas o
dejarlo parado ahí hablando solo. En eso, mi abuelo gritó desde la puerta:
-
¡Manuel, dile al Castellano que puede entrar!
Era la primera vez que se le nombraba a
viva voz. Entramos a la casa. El Castellano encogió de hombros, sentándose en
un sillón de mimbre que mi abuelo le indicó con cierta amabilidad que no
entendí. Mi abuela callada, con el ceño fruncido, al igual que yo, hacíamos de
espectadores.
-
Bien muchacho, entonces es verdad eso que dicen –
agregó mi abuelo rascándose la cabeza.
-
Así es, puede que me queden dos meses, o quizás
sólo unas cuantas semanas. La enfermedad avanza rápido – suspiró.
-
¿Y qué quiere entonces? – volvió a decir mi abuelo
mientras le extendía un tazón de té.
-
Tengo una platita ahorrada esa vez cuando trabajé
en El Molino, por eso quiero llevar a Manuel a conocer el mar.
Abrí tamaños ojos, el corazón pareció
salirse de mi boca. Un maldito demonio brincó de regocijo en el pecho dando
brutales zancadas.
-
¿Qué dice Manuel, le gustaría conocer el mar?
Igual que la mayoría de la gente de estas
tierras, no conocía el mar. Mi abuelo, un referente de lo que digo, siempre
preocupado de la siembra, la cosecha, no le gusta viajar, a lo sumo va al
pueblo un tanto complicado, eso de tomar micro y transportarse en taxi le
altera el humor. Pero yo siempre quise conocer el mar, recuerdo que le pedí a
mi madre que fuéramos, ella arregló un viaje al litoral, nunca se concretó, mi
abuela furiosa le pidió que no volviera a ilusionarme con una fantasía como ésa; la de llevarme a conocer el mar.
Entonces este hombre, ¿qué pretendía?, ¿Qué lo abrazara del gusto? ¿O le agradeciera
de rodillas?
-
Es un favor que le pido, ya sé que no he sido un
buen padre como también yo hubiese querido ¿no?, usted me entiende ¿verdad? –
le hablaba a mi abuelo quien hasta ese minuto le contemplaba impávido sin
aspirar su tabaco.
-
Sé que no se puede remediar el error, al menos este
es mi último deseo – y fijó los ojos en mi abuela, quien tenía el rostro
comprimido, de seguro se estaba mordiendo la lengua, de todos modos igual
soltó:
-
Yo crié solita este chiquillo, ahora no sirven na’
los arrepentimientos pa’morir en paz,
necesitai ma’ que eso de llevarlo a conocer
el mar, vo’ sabí como jue la cosa, vo’ sabí que te tengo aquí – puso el dedo en su ojo
con la boca taimada amenazando con lanzar insultos o darle con la escoba, pasó
la mano por el chal con que se arrebozaba a punto de llorar pero no lloró - el Manuel sabe si quiere ir con vo’ o no, lo único que te pido es que lo cuidí no ma’.
-
Sí señora, ya sé que he cometido muchas faltas, no
se preocupe, le prometo que cuidaré de Manuel.
-
Además – habló mi abuelo – este chiquillo es de
campo…le gusta la tierra, está hecho pa
trabajar la tierra – mi abuelo se ponía rojo, sudaba, llenando de saliva la
boca, atropellándose con las palabras.
El castellano sentado en el sillón parecía
una laucha mojada, la piel un tanto amarilla, los ojos hundidos, señal de que
el alma de a poco se le iba. Con esos signos de hombre débil, qué ganas tendría
de hacer daño a otro, pensé.
-
¿Y pa´ cuando
iríamos?
El
Castellano titubeó, una luz se encendió en sus ojos.
-
Si quiere mijo, el próximo martes…
-
¿Y a qué playa vamos?
-
A Pichilemu
(del libro "El Chimpilo" Ivonne Díaz)
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