viernes, 14 de febrero de 2014

EL AFUERINO

Llegué a la hacienda bien de mañana, todo verde, frondoso. La casona de don Echeñique tenía olor a leña, a sumagao, a tortilla de rescoldo, a bosta de caballo, a perra paría, a pelo de gato, a sudor a hombre de campo.

-          Tai güeno pa la trilla, anda con el Rucio pa’ que te enseñe, dile a la Filo que te de alojamiento yo le pago, dile eso no ma’, ya te juiste mojón por ´lagua –terminó bromeando don Echeñique luego de leer la carta, doblarla y echarla a la cartera de su camisa. Nunca pregunté qué decía esa carta, ni quise abrirla para averiguarlo, entregado totalmente a esas palabras escritas, en donde se resolvía mi suerte.
     Me fui donde el Rucio y más tarde donde la Filo, una mujer robusta, muy robusta,  alegre, su casa de madera roída, sin piso y paredes de cholguán, huele a vino, a cerveza y a porotos con riendas – Tan pituco usted, mire que venir pa’ ca – dijo ella examinándome de pies a cabeza.

     No serví para la trilla, tuve que manejar el tractor, cambiar mi sombrero por una chupalla de paja, andando de un lado a otro, de pronto creí estaba varado entre los espejismos de Dostoievski.
     Con el Rucio llegamos a entendernos bastante bien, no sólo le puse el hombro a la cosecha, también la espalda, cargando sacos de papas, maíz, trigo y tabaco. El polvillo condenado se metía hasta por debajo de los calzoncillos. Estuve además cortando cañas, las hileras desfallecían bajo el sol, que apenas las contemplaba, un paisaje en sepia. Al volver la vista hacia atrás las cañas se mostraban mutiladas, como si una gran batalla hubiese ocurrido. No sé por qué no me daba lo mismo, pensé en una gran metáfora con cuellos rebanados, brazos colgando, sangre regada, revólveres disparando.

 Con el Rucio aprendí las mañas de la cosecha, el raleo, la cocía de sacos, la desoja del maíz y desgranarlo bajo los firmes pilares del corredor de su casa. Estuvo relatándome increíbles historias de ánimas que subían al cerro, de perros negros, curas sin cabezas, tesoros escondidos por los jesuitas, los misterios del bien y del mal. Ellos convivían con esos fantasmas sin que se mearan en los pantalones.
Las noches en casa del Rucio pasaban lentas, sin descuidar el fuego, con el sabor ligero de un vino tinto en la boca, a sus hijas les causé gratas impresiones, ellas me miraban con curiosidad...Se turnaban para saber de mí, una traía el mate, la otra un vaso de vino y la menor una cajetilla de cigarros – Ya pu’ joven cuéntenos otra vez, cómo es la capital – entonces yo entornaba los ojos y me ponía a relatar las últimas funciones teatrales, las revistas de moda, los clubes nocturnos, las discoteques de gente bella a las que nunca fui. De los bares clandestinos en donde llegan los poetas y soñadores como yo. De la universidad, del costo de vivir para alcanzar un título, rectifiqué. Ellas me miraron con admiración.
     Solían visitarme de a una a la pieza de inquilino en la casa de la Filo, con la excusa de leer mis libros. Nunca les mostré ni uno, nos sentábamos a la orilla de la cama, encendía una vela y con la tenue luz les revelaba de a poco mi secreto. Ellas quedaban con los labios abiertos, buscando quizás una respuesta a eso que no entendían y que nunca vivieron ni siquiera supieron que existía. Un forajido, un caudillo o un rufián, daba lo mismo, aún así no lo entendían. Pensando en mi desolada alma viajera, queriendo consolarme de algo que no sabían qué era, descubrían sus hombros para que yo arrastrara mis labios por ellos. Tenían olor a hierba, esa que crece bajo las matas de tabaco, el cuerpo de ellas nobles, robustos, pechos firmes, muslos gruesos, suaves y ardientes. Perdido en sus cabellos, matorrales del paraíso, les dije. Mojando sus labios con mi lengua tan acostumbrada a maldecir. Apegado a sus pechos, recorriendo recovecos, mordiendo sus lóbulos, penetrando en sus sexos, mojado de éxtasis, nada más cerca del edén que respirar en sus ombligos y entre sus piernas.

Me vieran mis compañeros del partido y la universidad; la barba a medio filo, el pelo casi alcanzando mis hombros, la piel bronceada, llevando en el cuerpo este olor a  bosta de caballo, de guata en las aguas del tranque, totalmente pilucho, perdido entre las piernas y los cabellos de fuego de las hijas del Rucio, durmiendo siesta bajo las hojas de tabaco, asistiendo a un parto de potrillo y al de una vaca preñada. Cargando sacos de papas, porotos y fardos de paja en el camión de don Echeñique, sudando como condenado. Ayudando a las señoras hacer dulce de membrillo, de castañas, arrollado de huaso, con los brazos hasta aquí de sangre haciendo prietas para el almuerzo. Maldiciendo las heladas, las lluvias bestiales, las sequías…

(del libro El Chimpilo, Ivonne Díaz)

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario